Hoy os presentamos un relato muy especial, con una trama al mejor estilo de los maestros argentinos (Cortázar, Bioy?). Nuestro amigo Nicolás Gonzalo Plaza ha ganado con esta historia el Certamen de Jóvenes Creadores 2014 del Ayuntamiento de Ávila, en la categoría Narrativa de 14 a 20 años. ¡¡Este chico no deja de sorprendernos!!
Y la noche volvió de nuevo. Allí estaban, agazapados, alerta, escondidos
entre las sombras, acechando, esperando el momento de atacarme, de transformar
mi vida en este martirio que, extrañamente, se me ha hecho habitual.
Cada mañana me despierto a las seis en punto.
Me levanto silenciosamente, como si mis pies estuvieran hechos de un suave
plumón. Cojo el saco de tela de esparto donde guardo el pienso para perros con
el que les alimento y les relleno los cuencos de plástico. Junto a ellos les
sirvo otro cuenco donde les vierto lo que más les gusta beber con sus pequeñas
bocas dentudas: zumo de naranja, al que le suelo añadir un chorrito de coñac
con el que amenizo mis tardes viéndoles corretear, tambaleándose en el suelo de
ese pequeño rincón de la casa que utilizo como jaula para contenerles. A esta
hora de la mañana aún duermen, así es que aparto el tendedero que actúa como
freno a sus ataques de locura, les pongo los cuencos y cierro bien la puerta de
casa para dirigirme a la oficina.
Todo comenzó hace cinco meses. Podría ser
cosa del destino o simple casualidad, pero a los pocos días de dejar a Matilda,
mientras caminaba por la calle, los encontré al doblar una esquina, metidos en
una vieja caja de cartón. Emitían un pequeño aunque estridente sonido. Me
acerqué a ver quién producía aquel curioso ruido. No daba crédito. Nunca había
visto unas criaturas iguales; no podía saber su sexo, ni su especie, parecían
no tener patas, ni siquiera una cabeza definida. Se podrían describir como
peludos balones azulados. Al cabo de un rato debieron notar mi presencia, ya
que abrieron sus grandes ojos almendrados. En ese instante, sentí que una
especie de atracción empezó a florecer entre las criaturas y yo. Como nadie
parecía percibir su existencia, cogí la caja con ambas manos y la llevé a mi
piso. A partir de ese momento comencé a cuidarles, criarles. En estos meses han
ido ocupando un pequeño lugar en mis quehaceres diarios, un espacio en mi
mente.
Durante toda la mañana rondan por mi cabeza.
Miro la pantalla y allí están, jugando con los iconos del ordenador. Mis
compañeros comienzan a inquietarse. El martes, mi jefe me llamó a su despacho y
estuve muy cerca de que me despidiera. No sé qué me pasa. Ya casi no hablo con
nadie. Antes, a las diez y media, me acercaba a la segunda planta, donde
trabaja Luis, un gran compañero y amigo. Pero últimamente, ya no me dirige la palabra. Discutimos
acerca de mi paranoia (que es como lo llama él) y de que pronto acabaría
conmigo. Ésta fue la última conversación que mantuvimos.
Se podría decir que vivo por y para ellos.
Poco a poco se han hecho mayores. Ya han alcanzado el tamaño de un Yorkshire
adulto. Cuando vuelvo del trabajo ya es mediodía. Nada más entrar en casa se pueden apreciar sus
gemidos y escuchar cómo arañan el suelo pidiendo salir de su habitáculo. En
cuanto retiro el alambre que une ambos lados del tendedero con los ganchos
metálicos incrustados en la pared, corren velozmente al exterior, buscando el
rayo de luz que entra desde la ventana de mi terraza. Les abro la puerta de
cristal esmerilado y empiezan a dar vueltas en los tres metros cuadrados desde
donde se puede observar una panorámica perfecta de los tejados de la ciudad,
con sus grandes rascacielos y el cartel luminiscente de una conocida marca de
refrescos. Allí pasan todas las tardes de verano y los días cálidos de otoño,
saltando y correteando entre las macetas de los Ficus, Potos y otras plantas de
interior. A veces juegan con una pequeña pelota de cuero viejo a la que tienen
mucho cariño, o con una cuerda muy gruesa que muerden e intentan desatar sus
nudos con sus pequeñas zarpas.
A los dos meses empecé a sentir los
síntomas de una extraña enfermedad. Un cansancio soporífero me abatía en las
horas más cercanas a las seis de la tarde. Solía tumbarme en una hamaca que guardaba
en el desván. Pero cuando cerraba los ojos, un sonido retumbaba en mi cabeza.
Un chirrido persistente similar al de
unas garras arañando las baldosas…
Cuando la luna va ascendiendo en el cielo
les cepillo, desenredándoles las marañas azules y dejando un pelaje liso que
refleja la luz acerada de la
noche. Es asombroso lo rápido que les crece el pelo. Una vez
al mes les pongo la bañera, tapo el desagüe y les corto el pelo con unas
tijeras de peluquería. El proceso es rápido, suelen estar muy quietos. En los
meses de verano les rapo al cero, dejándoles con un aspecto más bien ridículo,
parecidos a esquiladas ovejas de piel amarillenta.
Tres veces por semana les saco de paseo.
Observo que, a pesar de su tamaño, hasta los perros más grandes les temen y
corren a esconderse detrás de sus amos. Andan por la calle como si fueran los
reyes de la ciudad. Es
gracioso ver como caminan con aire ufano, prepotentes, retando fieramente a
cualquiera que se atreva a mirarlos.
Cada vez me siento peor. Hace tres días que
no duermo. A las doce de la noche, cuando no se escucha ningún ruido salvo el
rugir de mis tripas debido a la digestión o algún que otro molesto vecino, ahí está. Como el zumbido de un mosquito,
empiezo a escuchar chillidos y aullidos, garras arañando el metal. Veo tres
sombras en la oscuridad, tres fantasmas que corren por el pasillo al verme.
Caigo en un letargo en el que no descanso. Me levanto bañado en sudor.
Compruebo si son ellos los causantes de los ruidos, pero cuando me acerco a la
habitación les encuentro enroscados, plácidamente dormidos. Como un zombi,
vuelvo, golpeándome con las paredes, a mi cama, donde me desplomo incapaz de
conciliar el sueño.
Pasadas dos semanas fui al médico. Le
expliqué los síntomas. Me examinó a fondo y me sugirió ir a un psiquiatra. Tras
varias horas de consulta, las cuales me costaron un riñón, me informó de mi
enfermedad: INSOMMIO FAMILIAR FATAL. Al oír esas tres palabras supe que me
quedaban unos meses de vida. Hubo algo que le extrañó: yo era el primero de mi
familia en contraer la enfermedad, pero los síntomas no dejaban lugar a dudas.
Al día siguiente fui a la oficina y les
conté el problema. Decidí cogerme una baja e irme a una pequeña casa en las
afueras. Allí escaparía de los ruidos y la contaminación y ellos tendrían más
espacio donde corretear.
Pero los problemas no tardaron en llegar. Al
poco tiempo de estar allí, ellos enfermaron misteriosamente. Se movían y comían
poco, y los ojos comenzaron a adquirir una tonalidad amarillenta. Cuando hablé
con el veterinario, él me preguntó qué eran. Al explicárselo me dijo: “¡Usted
lo que tiene son mancuspias!” y con una risotada colgó. Al buscar el término en
Internet supe que no me tomaba en serio.
Mi estado de salud tampoco mejoró. Poco a
poco los síntomas se agravaron. Al principio dejé de hablar. Así, sin más. Mi
lengua no me respondía. Mi familia y mis amigos me dieron de lado, pensando que
estaba fingiendo. Pero no era así. Pronto me quedé solo. Únicamente acompañado
de mis amigos azules. Nadie se acercaba a mi casa. Me tomaban por un loco.
Por las noches les escuchaba gemir. Ellos
también estaban enfermos. Ya no comían nada. Estaban flacos, famélicos, como si
fueran peluches vacíos. El zumo de naranja se les escurría de sus fauces y su
orina empezaba a tener un tono muy oscuro. Varias veces al día les daban
arcadas y vomitaban bolas de pelo que ellos mismos se arrancaban. Durante la noche, sus aullidos y gemidos
resonaban en mi cabeza.
Mi salud se complicaba cada vez más. Perdí
por completo el equilibrio y estaba extremadamente débil. Descubrí que no podía
moverme. Mis famélicos compañeros, más muertos que vivos, se acercaban a mi
lecho y me hacían compañía hasta que no pudieron más. Ya no sabía distinguir
ente paranoia y realidad. Era mi propia locura la que me acechaba por las
noches. Toda la casa se concentró en mi habitación donde permanecíamos durante
todo el tiempo.
Un día vi, más bien oí, cómo alguien
derribaba la puerta y me llevaba en volandas al hospital. Pero ya todo daba
igual, mi cerebro se había desprendido de mi cuerpo. Al parecer, habían llamado
de la casa de al lado, alertados por el fuerte olor que provenía de la mía. Lo último que creí
ver, antes de salir de casa, fueron tres cadáveres verdosos con mechones azules
en un rincón de la habitación y pensé, con tristeza, que ellos debían ser la
causa del mal olor.
Aún después de su muerte, seguí oyendo sus
gemidos y aullidos en mi cama del hospital, hasta convertirse en mi infierno
particular.
El tiempo ha pasado demasiado deprisa. He
pensado mucho en ellos en estos últimos meses. Cuando los encontré en esa
cajita de cartón creí que llenarían el espacio que dejó Matilda. Hasta ahora no
he logrado comprender que realmente nunca existieron. Solo eran un imago, una
ilusión, un producto de mis temores y mis recuerdos, una insoportable nostalgia
materializada en unas pequeñas criaturitas que han terminado conmigo, aun
sabiendo que con ello también estaban escribiendo su propio final.
Sorprendente. Me gusta el ritmo y el inesperado final. Un premio muy merecido.
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarMuy bueno. La historia está muy bien desarrollada y el final es inesperado a la vez que sorprendente.
ResponderEliminarNos alegra que os guste. A nosotros nos encanta que alguien tan joven escriba así de bien!!
ResponderEliminarMe ha encantado.
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